SUPREMA VICTIMIDAD

 

El escracheo por piroba[1]

 Por: Christian Howard

Iré al grano: a mediados del 2019 fui invitada como magister en Estudios Afrocolombianos a un evento sobre mujeres afrodescendientes víctimas del conflicto armado llevado a cabo en Cali. En él se reunieron isleñas, palenqueras, caribeñas y mujeres de comunidades negras del pacífico colombiano a dialogar sobre los efectos del conflicto armado  y las maneras en las que éste había impactado particularmente sus cuerpos y memorias históricas como mujeres en sus territorios; sus agencias y resistencias.

Un intersticio que la Comisión de la Verdad encontró para hablarles a mujeres negras de todo el país sobre algo que desde mi orilla considero importante denunciar: la maricofobia estructural. Un fenómeno cultural enraizado en el inconsciente colectivo, pero que encuentra un eco particular que raya en la sistematicidad y que se percibe a manera de presión social e incluso desplazamiento forzado de las cuerpas maricas de los territorios afrocolombianos de donde son oriundas (Caribe y Pacífico sobretodo).

Entenderemos marica, como sujetxs racializadxs, sexualmente diversxs, históricxs; en cuanto son rastreables no solo en la jerga popular, sino también en la memoria –fáctica- de sus territorios, y que generalmente residen en los sectores periféricos y marginalizados de los mismos. Una realidad que de entrada desborda mi pretensión de contenerla en una categoría teórica; sin embargo, a través de lo que he logrado extraer de mi experiencia y la de otras maricas cartageneras con las que he trasegado ese Caribe machista maricofóbico y doblemoral, me permito intentar hacer una proyección sintética que recoja la mayor cantidad de realidad posible.

A través de un texto manifiesto me esforcé por darles a conocer a dichas mujeres - seguro madres, hermanas, primas y amigas de las maricas en cuestión-  y a quienes me pareció prudente recordarles, que en sus territorios, frente a cualquier fenómeno social que altere la estabilidad del entorno: el conflicto armado por ejemplo, casi invariablemente se produce un influjo que radicaliza la presión social sobre los cuerpos que consideran extraños entre los extraños, obligándolos al exilio: una diáspora marica sostenida e invisibilizada durante demasiado tiempo.  Estamos asustadas, estamos realmente asustadas se llamó el Manifiesto.

Por otro lado, llevaba la firme intención de problematizar tanto el discurso de la ancestralidad, como también aquel de “comunidad negra” con el que se pretende cristalizar una suerte de tradición y prácticas que nos unen como grupo étnico y que bajo todo análisis histórico, poco o nada ha desarticulado las opresiones coloniales sistemáticas que perpetuan en la historia, el metarrelato recalcitrante sobre los cuerpos masculinos con experiencias de vida femeninas o feminizantes presentes en nuestros territorios. Cuerpos que realmente importen. Humildemente quería demostrarles con testimonios que me llevé del Caribe, cómo se nos desapareció del discurso de la ancestralidad llegando al punto de negarnos la historia y un posible origen común Áfricano; en palabras de Gloria Anzaldua, se asume que no tenemos raza ni territorio, en la medida de que nuestra propia gente nos repudia, porque, literalmente, y en el caso de las lesbianas chicanas como Anzaldua, o de las isleñas continentales, como yo, somos la potencial hermanx o amante de toda mujer; de todx compañerx; finalmente, cada vez es más perceptible la eminente crisis de la heterosexualidad.

Al anunciar en las redes sociales mi participación en dicho evento un día antes, encontré reacciones positivas desde muchos frentes, excepto de uno en particular que me llamó la atención. Una joven mujer trans negra activista de Cali, con trayectoria y capital simbólico en el movimiento, quien a su manera, y con un coro desproporcionado de amigos activistas de la virtualidad, me redujeron a: voz disonante e inapropiada para participar en dichos espacios. Me compararon con un “negro” que solo podía ir a ese lugar a cargar cajas, fundamentalmente. -Un insulto no solo a la feminidad que a costo de burlas y discriminación he sostenido aun cuando lo encarno en un gigantezco cuerpo masculino de 1.90cm- sino también a mi formación profesional, mi origen étnicoracial, mi formación política y mi trayectoria como marica activista promotorx de derechos humanos en ese Caribe que nadie quiere conocer; precisamente por negro y marginal.

Lo cierto es que la reflexión en cuestión es aún una idea en desarrollo para incluir en algún ensayo más profundo; pero por ahora solo aspiro a compartir mis reflexiones sobre algo que considero importante poner en la lupa del debate sobre el reconocimiento y pretendiendo ir un poco más allá, sobre las fricciones que se generan incluso dentro de los movimientos de DDHH: La suprema victimidad por ejemplo. Un vicio neoliberal que se nos filtró por las hendijas de los movimientos sociales y que tiznó de pornomiseria muchas de nuestras luchas mientras colocó en mayor vulnerabilidad y desamparo a lxs que ya venían históricamente invisibilizadxs.

Cuentan por docenas nuestras muertes en sus informes de DDHH, porque les valemos verga… chocho.

Me considero obligadx, entonces, a intentar poner sustrato debajo de eso que llamo suprema victimidad y que seguramente, autores de ciencias sociales serios, han abordado desde sus respectivos enfoques; por lo tanto, asumo de manera prematura quizá, que lo que reflexionaré en las siguientes líneas, no plantea novedad alguna, y más bien; con la humildad de hiena que me caracteriza, me ubicaré en la misma orilla de la pensadora feminista antirracista Yuderkis Espinosa; la orilla de la curiosidad científica social autocrítica frente al feminismo de la actualidad y sus remanentes. La orilla de la etnomaricógrafía en un entorno político enrarecido.

Hablo de un fenómeno que ha puesto en jaque debates contemporáneos hoy más fácilmente rastreables en las redes sociales y que nos gritan al oído que tanto feministas como afrodescendientes; así como transgeneristas, activistas, e identidades políticas de las más variadas corrientes; por alguna razón, y de manera paralela, gritan interseccionalidad mientras reproducen un tipo de humanismo discursivo cada vez más racista y de soslayo maricofóbico.

Y hablo desde la categoría marica porque desde ahí percibo que se me está confinando epistemológica y socialmente presa de una aterradora persecución eticopolítica fundamentada en el hecho de poseer un cuerpo y cara masculina. Estoy hablando de un nueva moralidad polite que logra extrapolar -muy afirmativamente- al-x sujetx sobre la que recaen múltiples opresiones sociales, en evaluadorxs implacables de la correcta proyección y administración de las opresiones políticas basadas en la identidad; todo esto con un claro sesgo basado en intereses corporativistas que rayan en el neoliberalismo. 

Y es que las redes sociales han dejado en descubierto el debate, pero también han colocado un megáfono sobre las inconsistencias políticas materializadas en incoherencia: en este caso en violencia maricofóbica propinada por quien podría y debería ser una hermana de lucha, movilizada simple y aparentemente por mi apariencia masculina captada desde las redes sociales.  

Una radicalidad desbordada en una retórica preocupatemente extraída, en su mayoría, del discurso feminista antirracista queer que circula cada vez con más frecuencia a través de los mass medias; dejando en evidencia que además de ser cajas de resonancia social, estas plataformas virtuales pueden soslayar terrorismos que en la actualidad se materializan, entre otras, en  forma de violencia epistémica sobre el pirobo; la marica cobarde que no fue capaz de llevar su feminidad proscrita a los linderos de la transgresión de género. El pecado de parecer hombre.

Elijo esta dirección, porque es en el área de lo discursivo por donde me gustaría abordar esta ingrata discusión; me refiero sobre lo que el feminismo negro de los años ochenta oportunamente posó sus ojos cuando cuestionó la miopía de sus pares blancas en la lucha por sus derechos civiles en EEUU y Europa. Exigiendo ampliar el espectro no sin antes, obvio, recibir resistencias por parte de las caucásicas.

Según Yuderkis, se hace cada vez mas notorio la impronta del anonimato y la violencia en contra de lo que no ha sido producido por la maquinaria epistemológica oficial, es preocupante la imposibilidad de nuestra cultura de otorgar capacidad de producción simbólica y de pensamiento autónomo a las mujeres y parece que tampoco a las maricas

Es por eso que Yuderkis Espinosa propone ampliar el espectro, poniendo atención a la dinámica entre regulación y autonomía en el que se ubica la construcción identitaria de los sujetos –incluidas la de las feministas-. Incluir la diferencia y encontrar caminos que nos permitan complejizar la identidad del sujeto. El cual, en ocasiones, pueden venir en forma de maricas y tener el anhelo político, por ejemplo, de reclamar espacios de visibilidad para hacerle frente a la violencia tanatopolítica que rodea nuestras historias de vida; eclipsadas en el debate actual, por una retórica androfóbica que enrarece el debate en cuanto insiste en biologizar lo que desde hace muchos años entendimos que era una falacia patriarcal de la que queríamos huir.

En pleno auge de la representación y de las politización de las identidades, ha surgido una hegemonización que está obligando a ciertos sectores, sobre todo travestis y recientemente maricas negras, a priorizar alguna de nuestras opresiones ante las instituciones con las que cada vez se nos obliga interactuar más. Todas ellas atravesadas por trazas de racismo y clasismo estructural heredados de la colonia y que en Cartagena Colombia, por ejemplo, no dan tregua y menos mirándonos en el escenario COVID actual.

Caminamos por obligación sobre calles que enuncian su desprecio calcinante sobre lo que somos y representamos para esta sociedad: un ruido ensordecedor, incluso para algunas de nuestras aliadas. 

Este es un grito de auxilio. Un llamado a la alerta; a cerrar filas y orientar nuestras brújulas éticas… políticas.No cabe duda de que tenemos los teléfonos rotos o un bloqueo en la comunicación que nos está haciendo ver miopes frente a la historia, y considero que estamos llamados, justo durante esta revolución social que atraviesa Latinoamérica y el país; a sujetarnos bien las faldas y empezar a desliberalizar los espacios donde nos convocamos a defender nuestros derechos. En primera instancia, porque el Estado y sus asesores técnicos no tienen ni la voluntad ni el presupuesto para hacer nada por nosotrxs; pero tampoco las ONGs a las que convocan y escuchan en las convenciones y encuentros internacionales; el tiempo lo ha demostrado.

En segunda instancia, porque se ha legitimado un imaginario del que debemos desprendernos las maricas pero también los y las colombianas. ya mismo y es el de la victimidad; categoría que bloquea la posibilidad de un discurso que permita narrarnos desde nuestras agencias. Lo hienas que podemos ser y que es lo que nos mantiene vivas y firmes en estas calles saturadas de homofobia y doble moral. Resultamos útil para el machismo, pues, exhibir públicamente la maricofobia advierte al grupo, a la jauría, que su masculinidad se encuentra estable y armoniosa descansando sobre la humillación que nos propinan.

Es en este preciso momento de la historia el que nos está llamando a ser red, atarraya y resguardo; a mirarnos a los ojos e identificar a nuestros pares de lucha, clase y raza para activar su memoria histórica y reconocernos en el otrx y apoyarlx.

Empezando a reconocer los obstáculos que las maricas están encontrando en el camino de su reconocimiento y de la construcción de una narrativa que les sirva de instrumento discursivo de defensa y de supervivencia frente a la hostilidad multifacética con la que nos enfrentamos a diario. Reflexionemos por primera vez desde la orilla de ese sujeto que incómoda sobre todo a la vista del patriarca heterosexual que ostenta la vara de la masculinidad ornamentada capaz de emascular todo lo que se pase por el frente, cayendo de manera incesante y sistemática, -casualmente- sobre las barbas y las vergas de nosotros los maricones.

 



[1] Manera coloquial como algunas travestis llaman a las maricas o gays afeminados

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