TIERRA FIRME - ARENA MOVEDIZA



Una taxonomía cacorrística

Haber aceptado cuanto compromiso en esto del activismo social en la última década me dio la oportunidad de conocer decenas de ciudades del país e incontables corregimientos y veredas del departamento de Bolívar; sus infinitos detalles lanzados a la retina en forma de casas de bareque, mototaxis, lanchas que navegan por un rio Magdalena lleno de taruyas, cacorros, funcionarios mediocres, activistas de papel, maricas de pueblo, tapiñeros y por supuesto el bajo aquel, una hediondez homolesbotransfóbica naturalizada que se ha colado por las hendijas del tiempo; suspendidos en forma de pequeños papelitos rayados con letras escritas con tizón de carbón dentro de mi cada vez más enrarecida memoria. Lucho por mantenerlos ahí, pero eso a ustedes no les importa.

Durante una de esas largas estancias en Mompox para aportar en quien sabe qué número de las mesas de trabajo del componente LGBT de quien sabe cuál de las decenas de encuentros de víctimas del conflicto que se realizaron a lo largo y ancho del departamento -otro de esos disparates neoliberales con las que nos acostumbra el Estado en lo que a nuestros DDHH se trata- se presentó la oportunidad de ampliar la visita a otros corregimientos cercanos y de paso nutrir la etnografía que resolvería una incógnita que tenía encajonada en el pensadero.

Dicho viaje por el departamento que administraba en aquella época Dumek Turbay coincidió con la entrega de un trabajo de la maestría que para entonces apenas empezaba a entender en su amplitud y ambición; y como mantra de trabajo me propuse prestarle minuciosa atención a los detalles que compondrían la miscelánea de ese nuevo día en Mompox: la ciudad de Dios (… complete usted el refrán) sobre todo en torno a un tema complejo incluso para esta época: las víctimas LGBT del conflicto armado. Esta vez en compañía de uno de los que, además, sería mi informante principal -etnográficamente hablando- en aquella nueva travesía y de muchas otras: el mismísimo Juan, quien ahora es un líder LGBT.

Aquella época coincidió con un debate interno sobre algo que venía cocinando en mi cabeza y que incluso ya había conversado previamente en Cartagena con quien escribiera una de las investigaciones más revisadas sobre el tema de las prácticas de violencia sobre las personas LGBT en el marco del conflicto armado: Nancy Prada y su Aniquilar la Diferencia. Un informe revelador e importante narrado en clave de memoria histórica que, hace ya casi una década, colocó en perspectiva nacional una realidad invisibilizada y particularmente violenta, pero como todo documento que pretende entender las complejidades de un tema que detona el machismo natural tapiñero caribeño y rural de nuestros territorios, es susceptible de ser nutrido justo en los intersticios por donde la “cultura”, la “ancestralidad”, los efectos naturales de la violencia y los quehaceres cotidianos, permiten que se cuele en forma de mimetización, naturalización o invisibilización; como cosa de maricas ¿me hago entender?.

Mi hipótesis de investigación – irrespetuosa para algunxs- giraba alrededor del remanente de prácticas homoeróticas, cacorrísticas y maricas presentes en un territorio en particular; deteniéndome, intencional y bastante obviamente, en el componente sexual de las personas que aparecieran a la deriva en el recorrido escogido por nuestro guía. Sí, me interesaba la carpintería del asunto; el martilleo y el serrucheo del que tanto me hicieron hincapié mis entrevistadxs en su respectivo momento. En mi experiencia, el vehículo correcto para entender las sexualidades no hegemónicas es rastreando los entornos donde se presentan con la naturalidad que la sociedad les ha negado. Abrirle las compuertas de la imaginación al riesgo de encontrarte haciendo etnografía, por ejemplo, en un baño de crussing en manhattan, un prostíbulo es Sao Paulo o en la zona rural del sur de Bolívar, casual. Evitando a toda costa los clichés y la corrección política con la que hemos barnizado nuestras relaciones sociales y humanas y de paso confinado nuestra sexualidad y nuestras prácticas sexuales a la mera especulación ¿algún problema?

Etnocacografía

9:00 pm - Luego de 20 minutos de recorrido o 6 canciones y media de Shakira a grito herido de camino, arribamos a Tierra Firme. Un pequeño corregimiento con menos de 1000 habitantes atravesado por tres calles; una de ellas llamada La Central… No hay mucho que explicar ahí. Los pocos vehículos que transitan por sus calles; en su mayoría motocicletas, lo hacen sobre la inestabilidad de la arena del rio Magdalena. El mismo que dejaba sin brisas esas tierras porque se las llevaba presas entre las hojas de las taruyas y los sombreros de sus pescadores cacorros.

9:20pm - El primer lugar donde nos detuvimos fue donde La Negra; un estadero en la entrada del pueblo que podría describirse como un establecimiento de unos 15 metros de fondo, ubicado en una de esas -Y- que nos encontramos regularmente en las vías de nuestro departamento y que bifurcan las avenidas principales en abruptas intersecciones que llevan a calles segundarias. Todo esto con una iluminación que le daba al lugar un halo de cantina que está perdiendo abaraje con el paso del tiempo. Sillas rimax azules, blancas, mesas de comedor de madera y plásticas alternadas entre sí que mostraban precariedad, pero también una pintorezca creatividad para lograr generar, de una manera un poco rudimentaria, ese atractivo folclórico que nos encanta retratar en nuestras selfies de Instagram. malparidxs.

En la mitad de esa cantina, perdidos entre el espesor del sitio y el ruido sin ecualizar que salía de los parlantes, una pareja de heterosexuales sonreía mientras veían semidescender de su moto a la María Fernanda, quien no dudaba en exhibir su corto vestido negro y sus piernas torneadas recién depiladas. El sitio no tuvo mucha acogida al ojo entrenado de las viajeras, quienes decidieron que seguiríamos nuestro camino, navegando en nuestras motos sobre la arena movediza de esa loma que convirtieron en caserío y luego en pueblo. Escogimos la calle Central, Obvio.

Aun con el mantra en el hombro activado por aquello de meterle rigor a la tarea de la maestría, observé con detenimiento de chica estalkeadora suelta de madrina en grindr premium, el entorno y los contornos sociales de ese pequeño pueblo escondido entre capas y capas de machismo rural que terminaba por esconder una suerte de docilidad con “esa visita” que de vez en vez aparece, dejaba sus pesos y se iba. Un pequeño pueblo que se abría paso impetuoso entre fincas y una memoria territorial que aún no termina de llorar sus muertos y los muertos ajenos.

Difícil ignorar las fachadas polvorientas de las casas que aparecían intermitentemente a nuestro paso entre lapsos compuestos por lotes baldíos llenos de monte vivo y viviendas construidas con barro de la zona y que ya empezaban a mostrar las arrugas del abandono de ese territorio; grietas y más grietas que servían de radiografía de la situación socioeconómica en un corregimiento que explota hoy menos del 6% de su capacidad agrícola, aun teniendo a menos de 10 minutos un brazo de una de las arterias fluviales más importantes del país. Su economía la dinamiza el comercio artesanal del bollo de mazorca, la yuca, la pesca artesanal sin ningún tipo de tecnificación; y en un alto porcentaje, el trabajo a jornal en los municipios más cercanos a lo que ellxs entienden como una ciudad: Mompox.

río magdalena a la altura de Mompox... Taruyas son las plantas acuáticas suspendidas y navegando sobre sus aguas

Al llegar a la mitad de la calle Central, nos encontramos de camino, ya cansadx de esperarnos, a mi segundx informante: Duván de 24 años, unx de lxs hijxs nativas de ese territorio, testigo viviente ¿o sobreviviente? de los episodios referenciados en Aniquilar la Diferencia, pues es huerfanx de padre; un campesino que asesinaron los paramilitares en hechos confusos. Estx afromestizx de unos 1.70 de estatura vestida con pantalón jean ajustado y camisa de flores; prendas adheridas a la figura esbelta de una marica bien alimentada, pero crecida entre la precariedad de ese arenero. Usaba chanclas y también representaba las voces de las familias que decidieron permanecer en el territorio aun cuando la hostilidad pasaba del rumor a los hechos concretos, como cuando la visita a la finca de su tía, se le convirtió a Juan en una experiencia de vida que no recordaba con el mismo entusiasmo que ha conseguido actualmente en sus encuentros sexuales; resiliencia del culo le llamaremos ahora...

°°°

“Estamos en contingencia y andamos arrechos y estoy buscando alguien que le entre a chupar verga - y al que le digamos y no esté de acuerdo le pegamos sus pepazos. - Te espero debajo del palo mango al costado de la casa y espero que te quedes callado” recordaba Juan. Aquella noche tres hombres exigieron, cómplices, su turno para violar a la marica que apenas iniciaba su vida sexual. Reclamaron como la típica propiedad expropiable, el culito en crecimiento de Juan. “ellos sentían placer con amenazarme mientras me comían; machi; tu sabes que yo siempre he sido culoncita... bueno, ellos veían que yo era culoncita y me violaron de verdad-verdad nena – uno me puso una pistola en la cabeza”, recordó como con una preocupación añeja el hoy propietario de un hotel en Mompox.

El hecho currió en el patio de la casa de su tía con quien convivía junto a tres primos y primas. El suceso se materializó en forma inesperada y peligrosa en la espesura de una finca en el corregimiento de Tobogó, Tolima; realmente fueron tres paramilitares los que se le acercaron luego de haber acordado con su tía que se resguardarían en su parcela durante unos días. Un acuerdo semiformal que escondía de soslayo y de manera descaradamente unilateral, el moho de la violencia homofóbica y el tapiñerismo presente en el marco del conflicto armado en aquel departamento; en aquella época.

°°°

9:40 - Un hecho que percibí de Duván inmediatamente y que llamó mi atención era el performance amplificado y pavoneado de su mariconerismo. La base mate de su maquillaje en contraste con su voz masculina evidenciaba un aparente habitar tranquilo en el pueblo, lo que me tranquilizó de entrada. Demasiado temprano para suposiciones, quizá, pero lo cierto es que navegar por esos arenales de pasión y deseo, es mejor hacerlo con un buen mantra de por medio y la seguridad que solo la tranquilidad de tus pares puede transmitirte.

“nena acá lo que abunda es el cacorro” saltó Duván, luego de que Juan le preguntara sin matizar demasiado el asunto; evitando precisamente eso que no nos ha permitido abordar con el rigor y la soltura necesaria este y otro tipo de temas; normalmente orientados eticopolíticamente por dogmas judeocristianos que nos embuten o en la casa o en el colegio. “Nena, acá la mayoría de los manes funcionan – estadísticamente ellos son más, fíjate, las maricas de ese pueblo en total son unas 5 o 6, en cambio son como 40 cacorros los que uno puede señalar con el dedo machi” me respondió Juan, en una conversación telefónica, un tiempo después de la visita a Tierra Firme mientras Duván, en ese instante, me lo colocaba en perspectiva actual.

La quinta marica se embarcó como pudo detrás de mí en la moto y desde ese mismo instante caí en cuenta de que al mismo tiempo se había acomodado entre nosotrxs un pasajero adicional; curioso y altanero: nuestro amigo, su majestad el rumor, y gracias a él, cada habitante del pueblo ya estaba enterada de nuestra presencia: -Cuatro maricas y la Duván van hacia el Tamaco-. Una vivienda familiar tipo accesoria que, con el paso del tiempo y las parrandas sistemáticas, llevaron a transformar su aura de hogar más bien del tipo rural, en una modesta cantina al que le agrandaron y cubrieron la terraza con hojas de palma de coco y maderas de corte para mantener el folclor aquel. La modesta luz dejaba ver el color verde limón de la cal desgastada que decoraba la fachada de la casa, la cual, al parecer, ni se había percatado del cambio del uso del suelo del inmueble.

10:20 pm - Cuando llegamos a El Tamaco la fiesta ya había empezado y lo primero que me llamó la atención fue lo ruidoso del lugar y lo cerca que estaba de las casas vecinas de en frente; en su ala occidental, la cantina tenía de vecino un terreno baldío y casualmente, y como un detalle de esos translúcidos de la memoria histórica, un palo de mango. Había gente fuera y dentro del lugar dividido en tres partes: la calle exterior frente al local donde estaban sentadas algunas personas que distrajeron sus conversaciones cuando vieron llegar a La Duván con sus cuatro peculiares acompañantes; la terraza de la casa que había sido ampliada y entechada con láminas de cinc que luego fueron disimuladas con hojas de palma de coco y cartones; y, finalmente, el interior de la casa usado de manera ambigua; un híbrido entre casa, tienda y cantina. El patio era a su vez el baño y motel improvisado de las chicxs como Juan… fundamentalmente.

Un vallenato del compae Diomedes, dos yucas[1] estándar y luego una salsa gibara; más o menos en ese orden sonaron las primeras canciones que poco llamaban mi atención en comparación a la atención que las personas en la terraza del Tamaco habían puesto sobre nosotrxs. No se esforzaban demasiado por disimular su asombro y atracción. Duván saludaba, sonreía, nos presentaba a la gente mientras, en tiempo real, hacía anotaciones subrepticias sobre los hombres y mujeres dentro del lugar.

“El maluco ese de allá era marido mío”, anotó con especial énfasis Duván mirando fijamente a Juan, pero refiriéndose a un joven de unos 23 años con marcados rasgos afroindígenas ubicado en uno de los costados de El Tamaco. Desde que entramos se fijó en las dos trans que hasta el momento habían permanecido en silencio abrumadas con las miradas sin censura que recibían, “lo dejé porque me engañó con otra marica” sentenció finalmente Duván.

Se sentía un bochorno en el ambiente que además olía a grajo y a tierra mojada; un sancocho aromático contrastado con el olor a polvo compacto y el popurrí de los perfumes que traían colgados cada una de las trans sobre sus cuellos y entresenos. “esto es Ñeque” escuché detrás de mí “una bebida que hacemos acá, prueba, es sabroso” se dirigió a Adriana, 3 minutos de habernos sentado, un joven alto y fornido de unos 20 años a nuestra compañera trans venezolana quien había insistido en ir al pueblo a conocer, pero también a ver si se podía traer el bolso (conseguir clientes). Adriana y el cintillo negro que decoraba su cabello lo ignoraron y fingieron conversar conmigo para distraerlo y así poder seguir escuchando con mayor atención los datos que andaban tirando Duván y Juan. Mafer solo miraba al joven con una indolencia que rayaba en la repulsión.

“Nena, los manes aquí piden el bolso (piden plata) o esperan que tú les ofrezcas algo para, según hacer el chorti contigo (short time)” dijo Juan quien era observado con curiosidad por Duván y el resto de nosotrxs mientras hablaba. “pero ellos igual lo hacen nena” sentenció final y aclaratoriamente nuestra informante in situ. “Ellos a veces piden cerveza, una caja de cigarrillos y hasta paquete de minutos de celular, pero ellos igual se quieren comer a las maricas, ellos quieren culo, tú sabes cómo es la cosa nena” finalizó mirándome esta vez a mí.

La cantina empezaba a quedar pequeña, sobre todo por el flujo de gente que entraba y salía con la excusa de mirar a si sea por unos cuantos segundos los cuerpos trans que resonaban en una frecuencia evidentemente distinta a la que se percibe normalmente en un lugar así. Una atracción que desbordaba cualquier debate académico sobre diversidad sexual, pues eran nuevamente las subjetividades detonadas por la curiosidad y el asombro, tensionando las sensibles fibras del machismo aderezado con la violencia del conflicto armado.

“Machi mire cómo ese hombre me morbosea”, exclamó María Fernanda intentando marcar distancia con Adriana quien sí estaba dispuesta a entrar en el ambiente del lugar, e incluso tener sexo casual si se daba la oportunidad de cobrar. La conversación, la kinésica y la proxémica de las personas en el lugar hacían posible percibir las amalgamas existentes entre identidades de género y roles sexuales. Hablo fundamentalmente de hombres hipermasculinizados de rol activo desbordados en el cliché, en busca, en este caso, de hombres hiperfemeninxs o mujeres trans, quienes casi que por defecto se muestran siempre desde ese espectro de los géneros.

Todo indica que, en estos entornos, encontrar fachadas o tapiñes que es como popularmente lo conocemos en el Caribe, es un ejercicio necesario para robustecer la amalgama sexo/rol/orientación sexual y también para mantener una suerte de orden lógico de las cosas; el binarismo que nos arropa culturalmente a toda la sociedad, en esos territorios se cristaliza; y ahí es justo cuando la masa de maíz líquida, al calor de las brasas, se vuelve bollo. (niño-niña, hombre-mujer, cacorro-marica/trans) Robustecer la masculinidad, negando la atracción erótica -pero sobre todo afectiva- por otros “hombres” bajo el argumento de que hacerlo, sería sólo por plata, ron o cigarrillos.

11:30 pm - Una señora de unos 60 años salta a la escena vestida con bata de dormir y pañoleta; todo el tiempo que estuvimos en el lugar actuó como anfitriona del Tamaco, el cual nos aclaró, se trataba de una propiedad que le había heredado a su hijo mayor y a la que ella misma se había encargado de darle su toque de fina coquetería femenina. Trató con especial afecto a María Fernanda y a Adriana; las miraba con asombro casi infantil y fue quien nos acomodó en nuestros asientos con el protocolo típico de quien atiende una visita realmente importante. Un trato digno en un pueblo tan pequeño, pensé, usando de prejuicio, este otro detalle como placebo de tranquilidad en un entorno que intuía hostil en mis primeras reflexiones. Ya saben, por aquello del conflicto y Aniquilar la Diferencia.

Acompañé a Juan y Mafer a esa tercera y particular zona de la casa y desde que atravesamos la puerta, Juan notó que nos venían siguiendo, imprudentes, un par de jóvenes quienes fingieron orinar en un costado de lo que se supone era el baño, mientras esperaban que Adriana y Mafer lo desocuparan. En su propia dimensión pareciera que aprovechaban para llamar la atención de las maricas verga en mano, con la ambigua actitud del que ofrece de soslayo algo que le es imposible conceder. Era obvio que nos miraban como presas fáciles de cazar; león que juguetea con gacela que agoniza; chicxs dóciles y atrevidas, respingadas, coquetas y emperfumadas; -parecían de afuera y seguramente vienen con plata para pasar bien la noche- Un juego en el que a su vez aparecían trazas invertidas de seducción romántica heterosexual.

El baño apareció para mí en su verdadera dimensión con sus dos semicuartos y su bocanada excremental descaradamente sexual; un espacio que era a su vez sudoku y buscaminas; un complejo y peliagudo espacio de confianzas, clandestinidad, deseo erótico explícito y culitos crepitantes. Por momentos el olor dulzón del berrenchín se alternaba protagonismo en nuestras narices con el fermento semiácido del lodo negro tipo petróleo que casi se puede refinar en Ecopetrol y que encontramos en algunos patios húmedos de las casas de nuestra zona rural. El toilette del Tamaco estaba compuesto por dos cuartos de menos de 2 metros cuadrados cada uno; el primero para el inodoro y lavamanos, y el último, que consistía en un piso declinado hacia la pared del patio trasero, un hueco y un tanque con taza.

Según mis cálculos los jóvenes felinos no pasaban de 20 años y no existía un solo rasgo común en ellos que se pudiera comparar con la histrionicidad femenina o amaneramiento típico de las maricas que se les pueda adherir a sus performancias. En mi criterio, no se trataba de otra cosa que de machitos semihorneados intentando llamar la atención de la “carne fresca” representada en mis compañerxs viajerxs. El principal objeto/sujeto de su atención no cabe duda recaía sobre las trans; en especial Mafer, quien era las más joven y radiante de todxs y quien todo el tiempo manifestaba cierta incomodidad que luego matizaba haciendo bromas a los jóvenes que se atrevían a dirigirle la palabra, luego simplemente nos miraba a nosotrxs dejando ver lo jugoso de su sarcasmo.

Pronto la anfitriona y su bata de dormir aparecieron en la escena nuevamente, esta vez fingiendo preocupación por lxs clientxs a las que parecía que se les había perdido la dirección del baño. Guiño guiño; prontamente reaccionó Juan distrayendo a la señora hacia dentro de la casa y así dándole tiempo a Adriana quien aún estaba en el baño con uno de los chicos. “Machi, esos chamos están bien alborotados, se me metieron en el baño nena, pero les dije que no porque no traían el bolso, puro bololó” replicó Adriana entre emocionada y desilusionada. “creo que aquí no hay el bolso”. Concluyó.

Luego de una hora de cervezas, ñeque y el pavoneo cacorrístico más descarado que había visto en mi vida, decidimos cambiar de lugar a uno más tranquilo. 30 minutos antes Juan ya había hecho lo propio y salido al encuentro con uno de los jóvenes del baño. Se encontraron, como si se tratara de un cuento costumbrista, debajo del palo de mango en el lote al lado de El Tamaco. “nena ya van a cerrar, si quieren nos vamos al parque, allá vamos a estar relajadas”. Con “parque” Duván se refería a la construcción más significativa que ha tenido ese pueblo en años; una extensión de suelo pavimentado de unos 40x100 metros de fondo con un gimnasio de esos monocromáticos, metálicos y bastante rudimentarios como los que la gobernación puso en todos los parques de Cartagena; nada original, no se asusten.

Cuando llegamos, pude observar que en el sur más fondo del parque, nuestros urbanistas criollos habían encontrado espacio para armar una suerte de cancha. En el ala occidental, se conservaban, semi destruidas, algunas sillas de concreto en lo que fuera un parque anterior; al nororiente una zona para los niños más pequeños, un pequeño tobogán y columpio de madera de cabaña prefabricada, de esos con bordes pintados de verde y rojo quemado. Antes de llegar a la parte central del parque, se debía recorrer un tramo del trayecto sobre arena y esta vez decidimos ir a pie. Caminar sobre la arena de camino al parque por alguna razón me devolvió a mí y me hizo recordar el accidente de talón que había tenido meses antes.

Conversé a solas con Mafer, una trans mompocina de 21 años que había culminado su tránsito pocos meses antes; entendiendo “finalización” como el punto más femenino al que pudiera llegar con sus capacidades económicas. Aun la precariedad y la poca experiencia, La travesti resultaba ser una chica de rasgos andróginos que, sin embargo, no disimulaban su masculinidad o la falta de hormonas complementarias. Había llevado un bello vestido ajustado que le llegaba a media pierna y que combinaba con su moña negra con blanca; un Channel bastante naif que todos los hombres que observaban, curiosos desde el centro del parque, no dejaban de mirar con atención desnudante; eso, o a lo que estaba debajo de él, nunca lo sabremos.


Mientras conversaba con María Fernanda tratando de dilucidar su encriptada personalidad y ya detenidas justo en el límite que separaba la calle de arena de río y el parque, aparecieron Juan y Adriana quienes a su vez habían construido sus respectivas historias individuales con algunos hombres del lugar y venían cacareándolo con entusiasmo. Con su majestad el rumor suelto haciendo picardías, Juan y Adriana lograron sacarle el cuerpo a las suspicacias y ojos chismosos y trajeron cada una su respectiva historia de amor de matorrales. Al final nos dirigirnos más cerca de donde estaban los hombres, dos de ellos con una actitud distinta al resto; mayores, tipo 29 y 30 años respectivamente.

“Vengo de chuparme una buena verga venezolana bien rica nena, y también me comió un hombre que tenía un arma machi, y me la dio para que se la sostuviera; pero que él quería con algunas de las chicas, no recuerdo, pero total es que el tipo me puso nerviosa, pero como me dejó el arma a mí  el susto se me pasó… yo creo que ese era un paraco nena (susurró), pero quería que yo le hiciera la vuelta con una de las travestis; obvio le dije que si nena: tenía un vergón” concluyó Juan mientras nos acercábamos al centro del parque donde ya estaban comentando en voz alta algunos de los hombres ahí reunidos.

Nos acercamos a los hombres y los saludamos con decoro y desafío, ellos en cambio mostraban un interés cada vez más evidente por los cuerpos y vestuario de nuestras compañeras. Luego de cruzar un par de palabras y que Juan se pavoneara desafiante entre el grupo, notamos ceder las prevenciones asociadas al contacto y al anuncio explícito del deseo por otrxs que, bajo otras circunstancias, tratarían con sutileza milimétrica. Como todo cacorro.

A medida que transcurría la noche, las prevenciones en aquellos machitos empezaron a ceder espacio a un pavoneo cacorrístico: una exhibición colectiva de genitales de hombres que, blandidas como espadas de cueros sin circuncidar, competiendo entre ellas para ganar un premio fugaz: quién la tenía más grande o quien le daría mejor uso, cortando los pliegues de algún culito que esa noche se los permitiera. Una transacción explícita y paradójicamente imaginaria que transcurre en un lenguaje compuesto sobre todo por miradas que invitan sin censura al uso natural del cuerpo y la sexualidad; sin tapiñes ni filtros de Instagram.

Aunque traté de difuminarme hasta desaparecer en medio de la gente, mi presencia isleña de 1.91cm de estatura les pareció ambigua y contrastante; incómoda. Era leído, quizá, como un turista brasilero o árabe perdido en un crossroad maricón por el sur de Bolívar, algo así. “Deberías quitarte la barba” me señaló uno de ellos tratando de buscar conversación y a la vez tratando de dejar claro que, si no ocurría nada esa noche conmigo, quizá era por eso. Sonreí asintiendo con la cabeza y le respondí que de donde yo venía, a los manes también les atraía mi barba; sonrió incrédulo y cambió de tema.

Cuando regresé a la conversación colectiva, noté que Juan ya había desaparecido nuevamente, luego fue Adriana quien se dirigió hacia una casa abandonada detrás de El Tamaco mientras se despedía con una mirada pícara dirigida inicialmente a los cacorros que quedaban en el parque y luego a mí.

Nuestra amiga bolivariana era una hermosa mestiza de Maracaibo encaramada en sandalias de plataforma blancas, vestido de lycra y unas enormes ganas de sacar los pies de las penas particularizadas de la migración venezolana que habían empezado a colectivizarse y hacerse evidente, en especial en los cuerpos vulnerables de sus travestis y transformistas. Una masacre de las identidades que tuvo la oportunidad de comentarme superficialmente Adriana; transfeminicidios simbólicos de mujeres que al pasar la frontera recurren a la regresión de género para conseguir mejores tratos y oportunidades laborales, pero esa es otra historia que les escribiré en otra ocasión. Me percataría tiempo después de que se trataba de una de las pocas trans migrantes que al llegar a estas tierras, bajo todo riesgo y expectativa, conservó su identidad de género femenina… en la zona rural. ¿entienden?

De regreso al parque, Mafer entretenía a los hombres; unos 5 sujetos que constantemente agarraban sus entrepiernas para “acomodar sus testículos” y de paso dejarnos ver sutilmente sus pistolas. Nerviosx, pero tratando de permanecer en modo etnocacografía, me separé un poco para fumar y me encontré a un joven blancomestizo de más o menos 21 años quien inicio nuestra conversación pidiendo cigarrillos. Sintiéndome un poco en confianza, decidí preguntarle si era del pueblo y cacorro; levantó la cabeza y me respondió en milésimas de segundo: “cacorrísimo; preséntame a una de tus amigas”. Sonreímos. “Es enserio”, recalcó. Risas.

“Yo soy de aquí y trabajo en una finca y paso por estos lados (el parque), si aquí no hay casi nada que hacer. Trabajar, jugar futbol y culiar; ¿qué más se puede hacer? De vez en cuando es que uno se va por allá por Mompox, pero casi siempre es de pasón. Yo paso más es en la finca. Concluyó. Prendí la pipa y me preguntó si quería que nos perdiéramos un rato. Acepté.


12:20 pm El parque estaba iluminado con grandes lámparas fluorescentes que permitían ver con mucha claridad lo que sucedía en él. En algún momento sentí el tono de la voz de Mafer disgustado y regresé con ella, me advirtió que uno de ellos le había faltado el respeto. Inmediatamente el sujeto que parecía de 30 años se dirigió a mí aclarando la situación con los siguientes argumentos: “compa vea, yo a ella lo único que le dije fue que a mí me llamaban la atención las travestis que eran femeninas, y lo que yo quería decirle era que ellas dos eran muy femeninas, solo que se alteró y no me dejó terminar. Compa mira yo soy el hermano de xxxxx así que yo sé cómo son vueltas.” Concluyó.

Su tono de voz era la de un hombre ecuánime que hablaba con toda la tranquilidad que un momento de tensión como aquel ameritaba. Ahora que lo escuchaba y miraba con atención, lograba percibir que se trataba de un campesino afromestizo que, si bien estaba armado y se comportaba como un machito promedio, nos intentaba dejar claro a su manera, que estaba jugando de aliado, y que lo que estaba sucediendo en ese lugar, en ese instante, también era un asunto que le competía. Vestía un jean desgastado y un suéter blanco. Los ánimos se bajaron y regresamos a una conversación estándar que nos permitió estar tranquilas. Chirrear de grillos, risas, luces fluorescentes que titilan, (comentario sarcástico mental), pantalonetas sin calzoncillos, pipazos, jeans abultados en las entrepiernas, música de celular: trap (risa sarcástica) muñecas de verdad, correderas abriéndose, muñecas de mentira. Vergas.

1:15 am – La primera en regresar al parque luego de un rato navegando en el río de arena de aquel hermoso lugar fue Adriana, quien veía cada vez más lejos la posibilidad de encontrar cualquier bolso en ese lugar; su expresión de derrota lo mostraba. Duván me había contado que estaba desempleada y que las cosas por allá estaban realmente duras. 1:20am - El pueblo fingia dormir en completo silencio… creíamos, luego observamos una motocicleta de alto cilindraje que se escuchó desafiante por todo el lugar. Un cacorro más, pensé.

1:24 am - Fumaba en mi pipa mientras hablaba de hombres con Duván en una casa abandonada en el ala suroccidental de una de las esquinas del parque, creo que evitábamos llamar demasiado la atención por uno de sus vecinos que pasaba por ahí de vez en cuando. En un instante de silencio logramos escuchar al menos catorce golpes secos, ahogados e interrumpidos de vez en vez, agonizantes, en una de las terrazas de al frente de El Tamaco. Notamos que se trataba de la misma persona que había llegado en la moto y quien le estaba dando a golpe de visera de una gorra roja y desgastada una lección a su joven hijo llamado Jose Luis.

“TE DI JE QUE NO TE QUE RI A VER CON MA RI CAS… YONOQUIERONINGUNMARICAENMICASA TE LO HE DI CHO HIJUEPUTA” accionaba con una brutalidad desbordada en rabia e indignación el papá del muchacho con cada golpe que supo distribuir en las sílabas de una explosión homofóbica que descargó sobre el muchacho. El hombre resultó ser otro de los hijos de la anfitriona del Tamaco y había encontrado un mantra para resolver sus respectivos conflictos familiares. Otro detalle de fina coquetería rural para decorar esta escena, pensé con curiosidad, miedo, pero sobre todo impotencia. “TU SABES QUE YO TENGO UN ARMA Y HACES QUE MAMI ME HAGA VENIR A VER ESTA PORQUERÍA PARA QUE YO ME VUELVA LOCO”.

Por primera vez sentí miedo verdadero; de esos que erizan la piel y hacen chirrear los oídos; se lograba palpar en el ambiente la ira del padre y el temor de la abuela del muchacho quien percibía, al igual que muchos de los que ahí estábamos, que lo que ocurría en aquel lugar en ese mismísimo instante, estaba próximo a desbordarse. Una sensación de impotencia licuándose en mi interior al no poder intervenir, hacer o decir nada. No sabía exactamente por qué estaba paralizadx, pero de alguna manera me sentía culpable; cómplice de ser marica; en un entorno enrarecido por la presencia de padres agonizantes de homofobia, presuntos paramilitares, armas y madres que suplican para que padres no le maten a sus hijos a golpes. Jose Luis se escapó corriendo de los tentáculos del padre; rabioso y decidido; pero con la complicidad en el hombro, no nos digamos mentiras.

El instante no ameritaba ni siquiera para sacar la carta del activismo, ponerme gata rabiosa e intentar ayudar al muchacho hinchado por los golpes y su llanto contenido (ahora si pasivamente) ante la histeria de su padre. Como pude, activé lo poco que tenía en ese instante para reaccionar; el mantra aquel para activar la claridad suficiente que me permitiera procesar la masculinidad Caribe puesta en el paredón de la vergüenza; aplicado esta vez sobre el cacorro y su sexualidad proscrita y performativa; invisible la mayoría del tiempo, pero que bajo la luz de la moral doble e hipócrita de nuestro paraiso alegre y tropical, en ese instante, era fácil percibirla estirada como un nylon transparente a punto de romperse.

Mi voz, la voz del padre, del hijo, de la abuela anfitriona, de Duván que me suplicaba permanecer callada; todas temblaban en una sincronía que dejaba asomar entre cada trepidar, un monstruo natural de estas zonas que aparece de vez en vez a hacerle contrapeso a la excesiva libertad que representamos las maricas en cualquier territorio, y más en uno donde las expresiones cacorrísticas desmigajan cualquier ave maría purísima que se les atreviese por el camino.  Un leviatán de las profundidades del rio Magdalena que impetuoso, se arrastra fuera del agua, a recordarnos a todxs, que Dios creo HOMBRE y MUJER, así, con las mayúsculas y la elementalidad violenta que caracteriza a la heteronorma.  

2:00 am – Juan, Adriana, Mafe y yo nos despedimos rápidamente de Duván, retirando las miradas, ahora, en una procesión vergonzante, de ese paraíso que minutos antes recogía dentro de sus límites, a ansiosos hombres y jóvenes libres haciendo vibrar todo a su alrededor. Agradecemos que nadie hubiera resultado heridx; rogábamos que no le pasara nada a Jose Luis. Recogimos nuestro popurrí de perfumes y performancias, lo mesclamos con un poco de viento de la zona y lo acomodamos como pudimos en el cuenco de una hoja gigante de taruya de rio para que nos sacara al menos con la mitad de la dignidad con la que llegamos a ese lugar horas antes.

A medida que nos alejábamos pudimos ver por primera vez en nuestra travesía al Leviatán mitológico del que nuestras madres heteronormadas tanto nos hablaban; mostrando, exhibicionista como es, el enorme falo hinchado de arena movediza y agüita de maíz dulce de un pueblo que, paradójicamente, lo más firme que puede presentar ante mundo hasta ahora, son las vergas palpitantes de sus hombres cacorros.

Fundamentalmente 



[1] Variedad de vallenato que es interpretada generalmente por cantantes clásicos y letras que exalta el amor y la atmósfera rural. Vallenato corroncho, le llaman.


Comentarios

  1. Fabulosa narración. Qué buena la crónica y el matiz de cada hilo. Excelente

    ResponderEliminar
  2. Me encanto, es como leer episodios míos y de muchas maricas que hemos vivido, percibido o estado en situaciones así, la ruralidad cacorra es una realidad que poco o nada se habla. ! Increíble, la rompes

    ResponderEliminar
  3. Tremendo talento para narrar, me sentí allí con todxs ustedes, podia oler, escuchar, sentir todo ese carnaval de sensaciones que tu describes.

    ResponderEliminar
  4. Me transportaste a ese lugar y la situación, quiero leer más, un abrazo!

    ResponderEliminar
  5. Chris, la narrativa es visceral, sentida y desgarradora, este párrafo en especial desde tu subjetividad: "Aunque traté de difuminarme hasta desaparecer en medio de la gente, mi presencia isleña de 1.91cm de estatura les pareció ambigua y contrastante; incómoda. Era leído, quizá, como un turista brasilero o árabe perdido en un crossroad maricón por el sur de Bolívar, algo así. “Deberías quitarte la barba” me señaló uno de ellos tratando de buscar conversación y a la vez tratando de dejar claro que, si no ocurría nada esa noche conmigo, quizá era por eso. Sonreí asintiendo con la cabeza y le respondí que de donde yo venía, a los manes también les atraía mi barba; sonrió incrédulo y cambió de tema.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. esa fue la primera vez en aquella ocasión en la que me sentí parte de la manada eróticamente hablando... me pusieron en perspectiva inmediatamente... me bajaron de la nube... ajaja ja aja aja j

      Eliminar
  6. Es como estar viviendo todo, que gran memoria. Muchas gracias, esta evidencia marca claramente las líneas de intervención para una sociedad responsable con la vida y lo que significa la diferencia en un plano para el bien común. Supremamente importante!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares